martes, 22 de marzo de 2011

La humedad me hace rimar

"Sentir, hoy o cualquier otro día, que me basto tal como soy" Walt Whitman


hoy quiero ser yo

hoy no quiero que me tape el sol

hoy quiero poder ver más allá de la bruma

hoy quiero viajar sin pensar en la lluvia

hoy quiero leer y poder traspasar

hoy quiero sentir más que felicidad

hoy quiero olvidar pensar

hoy quiero elegir desear

hoy quiero pisar el césped, respirar el verde y transpirar algo demencial

hoy quiero decir: no tengo filtro

hoy quiero cruzar la barrera de la culpabilidad

hoy quiero sentir el otoño llegar

hoy quiero dejar pasar: las malas emociones y la debilidad

hoy quiero devorar letras y dejarlas entrar

hoy quiero pedirle al día: que no sea rencoroso, que se original,

que no sea pomposo, que sea liberal,

que no se enoje con las nubes, que las invite a pasar,

que siga a las chicharras pero no las quiera imitar,

que nos muestre de mil formas, simplemente, una vez más,

que cada día que pasa no es un día, es una oportunidad,

es una experiencia, es la única verdad,

que nos dice silenciosa: sean felices (aunque no esté en sus genes) y difúndanlo a la posteridad

y en ese acto hagan rimas tontas para al menos aceptar,

que aunque caluroso, aunque tedioso, aunque pesado y vicioso,

el día está acá, tómalo o déjalo, pero no te olvides vivirlo y dejarte afectar.

GGss (@eugess)

lunes, 14 de marzo de 2011

Reflexión desprolija, invertebrada, personal y algo extensa de una ignorante

En los párrafos a continuación falta todo lo requerido en un curso de redacción. La única constante es el deseo de escribir, que surgió en forma de ametralladora de ideas y recuerdos mientras leía un libro, un gran libro...

“Explicar algo a alguien es, en primer lugar, demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo” Jacques Rancière

“Cuando la gente me pregunta sí fui a una escuela de cine, siempre les respondo: No, fui al cine” Quentin Tarantino


Nunca entendí las reverencias. Quizás era demasiado adolescente, pero mi mente ya hacía años que volaba para otros mundos. Eran los últimos años de los 90 y el uniforme debía pasar las rodillas y rozar casi los tobillos si no querías que llamen a tus progenitores. El pelo debía estar recogido con una cola y una cinta del mismo azul marino. Las uñas no debía tener ni pizca de esmalte (ni transparente) y los aros no debían ser bochornosos.

No existían los celulares e internet era un sueño que aún no había llegado al sur (al menos en todo su esplendor, distribución y grandeza). La peor pesadilla venía de la mano de lo que ocurría de no pararse a la derecha del banco ante el arribo de un profesor.

No era un colegio de monjas ni curas, quizás si de brujas (esas brujas de pueblo que si conocen a tu familia o venís de “buena familia” te tratan mejor, a menos que tu nota se acerque a la de la postulada abanderada –que para conservar la medalla de asistencia perfecta los 5 años fue varias veces enferma, con fiebre y todo- desde siempre, entonces su madre, la profesora de música, te llamará cada viernes a dar lección, lección que siempre darás, pero te pondrán baja nota, mientras tus mudos compañeros seguirán mudos, pero con sobresaliente en música) ¿Dije que era un colegio de brujas?.

Nunca, jamás, reinó la incentivación, la afectación a partir de la movilización de la mente y el espíritu. Se nos enseñó, fervientemente, a respetar y honrar el “hacer como”. Una vez en una clase de geografía (que daba la misma directora, mujer que aún no quiere dejar el trono monárquico en el que se sienta desde que los Lumiere filmaron "La llegada de un tren") me tuve que sentar cuando durante una lección le hice una observación sobre un río que ella no conocía. Fue una actitud desapropiada para alguien de la monarquía, la mía digo.

La profesora de inglés, que intentaba por todos sus medios parecer chistosa, mandaba a varios a "juntar margaritas al patio" por clase. Sus métodos poco amigables y frases en las que faltaba chispa y sobraba mal gusto, generaron que una generación entera aprendiera a odiar el inglés. La de mecanografía, por su parte, nos inculcó que el que borraba una equivocación con liquid paper sería bajado al mismísimo infierno, además de llevarse la materia (como verán, sigo acá JA).

Sin mencionar la de estenografía que odiaba al capitalismo (que nada tenía que ver con la materia) pero lo contradecía con su imagen, la de matemáticas que sólo sabía copiar fórmulas en el pizarrón (insisto con eso, sólo copiar fórmulas) y la de biología que dictaba (otras fórmulas) sentada desde el escritorio mientras comía criollitas.

Lo realmente hilarante (mucho más que los comentarios desafortunados de la de inglés que hablaba en brutish english), era que en ninguno de los casos recuerdo esas clases, esas lecciones prácticas de patetismo ilustrado. Aunque sí recuerdo cuando un compañero muy delgado, durmió dos horas enteras en tres bancos, tapado con camperas al final de la clase o cuando imitábamos a la de historia, que nos hacía repetir lo que había pasado en Constantinopla (cuando, guiándonos por su edad, podría habernos contado las anécdotas ella misma como testigo presencial).

Estos párrafos precedentes han sido el resultados de leer a Jacques Rancière, y no poder dejar de ponerme un segundo a reflexionar sobre cómo aprendí, y recordar en el camino, el paso por el colegio secundario de Zavalla (para describir esa institución podría usar alguna escena de una tortura china en película clase B….o Z).

Rancière habla de voluntad, de potencia. Hablar de un maestro que enseña y un alumno que aprende significa plantear desde el vamos la desigualdad. “El truco característico del explicador consiste en ese doble gesto inaugural. Por un lado, decreta el comienzo absoluto: en este momento, y sólo ahora, comenzará el acto de aprender. Por el otro, arroja un velo de ignorancia sobre todas las cosas a aprender, que él mismo se encarga de levantar. (…) El mito pedagógico divide el mundo en dos, divide la inteligencia en dos, existe una inteligencia superior y una inteligencia inferior”.

Crecí mirando a mi viejo leer de todo, incitando quizás mi curiosidad a buscar por mis propios medios lo que me interesaba. Pero de la biblioteca de casa lo más interesante, lo que más llamaba mi atención, eran los mapas (había un gran libro sobre el planeta Tierra). Era una niña de menos de 8 que había descubierto que mirar mapas era su gran pasión, más que cualquier otra a esa edad (quizás saltar en la cama elástica). Me pasaba horas explorando, conociendo ciudades, distancias, caminos, lagos, ríos, profundidades, paisajes del lecho marino, islas. No lo aprendí en ningún lugar más que en mi casa (aunque le haya pesado a la bruja de geografía aquella vez). También estaban las estampillas que coleccionaba (colecciona) mi padre, un lugar de impensada voluntad de saber, sumado a la cantidad de películas que veía (seguramente no seré la primera que llegue a la conclusión de que los conocimientos que se aprehenden mediante el juego quedan para siempre con uno).

A los 15 me dí cuenta que me gustaban algunas bandas. Me gustaba cómo sonaban pero quería entenderlas, quería saber qué era lo que me querían decir. Sola, con un diccionario en mano, empecé a traducir, a buscar sustantivos y adjetivos en inglés. Como con los mapas, descubrí que me apasionaba el idioma. Tenía una carpeta en la que iba anotando cada canción más la traducción, más listas que completaba con otros significados que iban surgiendo irremediablemente del momento. Empecé a tomar clases de inglés, pero nunca fueron iguales que las tardes que me pasaba con el diccionario.

Pero entonces descubrí que había expresiones, frases, que ya las entendía. Había olvidado que el cine había sido el mejor y más genial maestro de todos los tiempos. Había aprendido repitiendo. La eficacia de la fonética venía de allí (de las veces que me había parado frente al espejo al pronunciar “what are you talking about” en británico y yankee, emulando alguna escena, o creyendo que era una chica bond, pidiéndole un trago a James: “shaked not stirred”).

Más adelante, en la facultad, confirmé en distintas oportunidades, lo valioso del aprender haciendo, del aprender perdiéndole el miedo animarse, sin más maestro que la propia iniciativa.

En redacción se nos decía que el buen escritor es antes un buen lector. Creo que puede ser, pero también creo con más convicción que antes que buen y escritor, hay que escribir. Escribir, escribir, escribir. Encontrar el rumbo subjetivo sin buscar tantos modelos previos (como tristemente hacen muchos del palo). Sólo puede ser buen escritor el que escribe. ¿Y acaso hay alguna medida de “lo bueno”? No. ¿Y acaso hay alguna otra receta? Lo que recuerdo de Redacción I y II (además del triángulo invertido) es que escribía, no sé tanto de qué, pero recuerdo escribir, y recuerdo no haber dejado nunca de hacerlo….

Lo interesante de esa facultad fue que sigue albergando tantos zombies, tantos seres que intentan separar con su creída inteligencia la distancia de los otros (grupo casi obsceno para ellos), que me sigue recordando a la monarquía de mi pueblo. Afortunadamente siempre hay vivos en tierras de muertos, y afortunadamente a muchos puedo llamarlos amigos sin querer llegar a ponerme cursi, y afortunadamente muchos siguen marcando la diferencia, ¿cómo?, ayudando a despertar el fuego interior, los deseos, la curiosidad, incluso la ira (de ahí, y acompañado de una anécdota en clase, fue que a partir de edupunk, creamos el término "edupunch")…al fin y al cabo: la emancipación en palabras de Ranciere.

Después de ser acusada de pasarme al bando del conocimiento liviano o algo así según un zombie mexicano, después de seguir escuchando casi cotidianamente decir a muchos “tal es medio corto”, “tal es medio burro”, “a tal no le da”, después de ser testigo de cómo las instituciones y sus huéspedes se siguen enredando en sus propias y evidente mentiras, sigo confirmando la sospecha de que como plantea Rancière: hay que confiar en la libertad, en la confianza en uno mismo, en la capacidad intelectual. Hay que separar la brecha entre sabios e inteligentes, entre dar y recibir, entre activo y pasivo, entre cortos y largos.

La clave se llama círculo de potencias, potenciar desde la enseñanza de la ignorancia, de enseñar lo que se ignora a partir de obligar al alumno a usar su propia inteligencia. Ya no “yo deposito algo en ti” sino “vos podés encontrar algo en ti para depositar donde, como, cuando quieras, para recrearlo, para producir más y distinto”. No se necesita de otro sólo y a condición de que sea una potencia (como mi amiga Vane potenciándome a trabajar con html, que dio como resultado que empiece a explorar y crear con el código, cambiando el miedo por la curiosidad, en ningún laboratorio más que sentadas con mate en mano).

Esto fue simplemente parte de ese deseo, de las ideas disparadas leyendo El maestro ignorante de Rancière, ideas que me bombardeaban la mente al punto de no dejarme seguir leyendo. Tuve que empezar a escribir. Así funciono la mayoría de las veces, así funcionamos también colectivamente: algo nos gusta, entonces nos afecta, entonces lo conversamos, entonces lo traducimos en algo…entonces cada tanto derrapamos.

Círculo de potencia que le dicen….

GGss (@eugess)