martes, 5 de julio de 2011

Un lunes de invierno

El gallo canta una y otra vez, incansable. No se trata de uno de carne y hueso (aunque en el barrio abunden), pero para no perder la costumbre de los sonidos ambientales que me rondan, configuré justamente ese en el celular. Desconecto la función “canto de gallo”, miró el techo y pienso, afuera debe estar helado, pero hoy será un gran día… ¿será un gran día?

Vivir en las afueras no es fácil, o quizás, me corrijo, no es perfecto… ¿pero dónde lo es? Residir literalmente frente al campo le brinda a uno la misma y proporcional cantidad de maravillosos amaneceres y gélidos paisajes. En verano todo revive, las flores hasta a veces parecen sonreir, pero el invierno es otra cosa: el pasto no se descongela hasta pasadas las 10 am y el perro no puede tomar agua, a menos que me pida que le prepare un whisky on the rocks. Sin embargo, los pájaros en mil variedades siempre están, las cotorras se mudan de árbol en árbol y la ciudad se sigue asomando en el este, bien en el horizonte, recordándome que como diría Fito, siempre estuvo, está y estará cerca

Aunque empecé mis vacaciones (beneficios de ser empleada del sistema educativo), hay cosas de las que no me libro, por ejemplo: levantarme temprano. Tengo un reloj interno que no me abandona, esto hace que para mí un domingo sea igual que un miércoles, además del hecho de que dormir nunca fue algo tan placentero, aunque reconozco que últimamente caigo rendida antes de las 10 pm (la vejez, tan trágica por momentos, tan sabia en su proceder, por otros).

Hacía mucho que no escribía, lo necesitaba….lo necesito a diario…las ideas nunca dejan de fluir pero me estaba costando sacarlas de la cárcel mental, darles libertad. No sé bien qué estoy escribiendo, estoy meramente dejándome llevar, para que al menos el ruido de las teclas amenice el silencio de esta mañana, fría también, en Rincón de Cascabel, mi lugar, ese que uno llama: home.

Vuelvo a ayer. Las ganas de encontrarme con mi adorado Woody, eran como un coctel de Gatorade por mis venas. Después de tomarme una religiosa sopa, me abrigué bien, tipo esquimal, tipo Maggie Simpson con su abrigo de estrella y emprendí camino.

El primer traspié, la fucking Metropolitana había cambiado sus horarios por las vacaciones de invierno (no voy a entrar en esta discusión porque llenaría esta párrafo de epítetos rústicos), así que me perdí un colectivo. Tenía que decidirme, llegaría con lo justo para ver el film a las 15 en punto…no confiaba en el colectivo, siempre llega tarde, la mitad de las veces se rompe en el camino (cierto que dije que no profundizaría sobre esto!). A punto de pegar media vuelta y dejar todo para otro día, veo al intruso de cuatro ruedas color verde y blanco en el fondo de mi campo visual.

Afortunadamente, nada raro ocurrió, no se rompió ni nos agarró el tren a la salida de Perez. Fue en ese momento cuando abrí “Harry Potter y la Orden del Fenix”, nuevito, "a estrenar". Cuando uno adquiere un libro de casi 900 páginas sabe que tiene que ser valiente, no es un libro para andarse con chiquitas y menos aún, una historia para lectores con poca memoria. De toda la serie, es el que más esperaba, quizás guiada porque a nivel fílmico fue la parte de la historia que más disfruté….no sé, no puedo decir mucho más aún.

Caminé las tres cuadras y media que separaban la parada del colectivo del cine a paso de liebre, algo dificultada por la panza en continuo crecimiento, que aunque no está grande hace sin embargo que mi cuerpo se vuelva una masa inerte, amorfa y en estado 0. Llegué a los Cines del Centro. A decir verdad, no sabía adónde me estaba metiendo, confiaba ellos menos aún que en la Metropolitana, pero terminaron sorprendiéndome; aunque la pantalla no sea de gran tamaño, la calidad es buena y las butacas se dejan (quizás me haya afectado el hecho de haber ido varias a veces al cine de La Paloma en verano, aceptando cualquier pocilga como “buena”, en fin).

Me senté, me acomodé y noté lo que noto siempre cuando voy ver un film de Allen: la población cinéfila va de los sesenta años a los noventa, en otras palabras, entre todas las viejas del lugar sumaban unos 100.000 años. Este dato es una constante, Woody es un director amado u odiado, sin medias tintas, entendido o crucificado, que tiene fans y enemigos, así sin más, hecho que derivó, as usual, en que fuera solita (bueno, con camaroncit@ y su primera experiencia alleniana).

Sin trailers, a las 3 en punto comenzó el film. Las imágenes de la maravillosa Paris eran acompañadas de mi parte por los gratos recuerdos que me suscitaban y la deglución de un Bon o Bon blanco…tenía que honrar la semana de la dulzura de alguna forma y qué mejor que en el cine y rodeada de jovatas que no llegaban a entender todos los chistes!

Qué decir de la peli, Woody logra el mismo efecto con el que tiene acostumbrado al espectador, deleitarlo con situaciones de la vida con la que todos (la mayoría de nosotros) podemos llegar a identificarnos fácilmente. Escenas sublimes de la vida cotidiana, reflexiones que nos transitan la mente día a día, mes a mes, año a año, continuadas, constantes. No quiero contar más porque me voy a explayar bien en la nota que saldrá publicada el jueves en El Gabinete, pero puedo decir que nuevamente salí del cine con una sonrisa, escuchando las voces que detrás iban diciendo “sí, eso me pasa”.


De ahí al encuentro con Vane y Gise, a nuestras charlas que siempre envuelven miedos, dudas, experiencias y chismes, siempre en movimiento, parecen salir a la superficie con más plenitud cuando vamos caminando por algún lugar. De ahí a la esquina de Pellegrini y Pte. Roca con el Seminario, que extrañaba tanto, que extraño, que me hace revivir cada tanto, que me hace darme cuenta de que es tan necesario e intenso por momentos, de que es simplemente afectivo. Y en un momento entre cafés, sándwiches de miga y demases habían vuelto las teorías alocadas, las reflexiones ¿para el alma?, las maldades inusitadas y el deseo de ir por más!

Y de nuevo el abominable hombre de las nieves caminando, dirigiéndose nuevamente al encuentro con la Metropolitana, por las solitarias calles de Rosario que antes de que le reloj marque las 8 pm parecen volverse un desierto de cemento, un corredor de gente arropada, con una temperatura que disculpen, pero no le llega ni a los talones a la del primo, el campo…¿es exagerado decir que ayer tuve calor en la city?

Y de nuevo Potter, el libro gordo de Potter, que enseña y entretiene, y el frío de las afueras y del afuera, y los pensamientos que me tienen atrapada sin salida, que me muestran una vez más que lo importante está en lo simple, en el día a día, en las narices frías de invierno y las experiencias compartidas, en poder escribirlo, en poder llenarnos de esos “retratos del vivir”… y como dije en La espera y la lágrima (sólo este renglón para agrandarme), ahí, en ese entre “habita el deseo vivo de seguir contando historias, al fin y al cabo, de escribir la vida, volver a vivirla e inmortalizarla…hacerla infinita.”

GGss (@eugess)