jueves, 13 de octubre de 2011
Sushi Test
domingo, 25 de septiembre de 2011
Quería contarte...
Que odié el mate, el café y la carne, y amé los ravioles con crema, el chocolate, el flan y los alfajores de maicena
Quería decirte…
Quiero decirte tantas cosas, contarte otras cuantas, leerte muchas historias
Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo…antes me obsesionaban, pero la vida pasa por otro lado, por ser feliz pero haciendo feliz a los otros, valorar el día a día…
Los sueños, ¡eso sí! ¡Vos sos mi sueño!
viernes, 5 de agosto de 2011
Ácida, pesimista y cursi
...espero que no vuelva a pasar un mes antes de que vuelva a escribir!
La semana aún no terminó pero ya he aprendido a odiarla. Estamos recién a jueves y ya me he peleado con gente en el banco y en un centro de salud, se me terminó la tinta de la impresora justo cuando tenía que imprimir unos documentos para una empleadora que perdió toda la documentación que hace meses había entregado en tiempo y forma. Para colmo de males, la gentil empleada de la librería local me vendió gato por liebre, es decir, tinta negra para otra Epson que no era Stylus, y yo, guiada por la apariencia del envoltorio, caí en la trampa, situación que llevó a que tenga que comprar otra, doble, gastando así en total 3 cartuchos de tinta original….(obviamente la vendedora no iba a reconocer mi pelotudez, y la suya).
No sé si es el frío, las hormonas, vivir en el medio de la nada, no sé qué es. No sé si quiero culpar a algo o alguien. No sé si soy yo o es mi bipolaridad en aumento. No sé si es la Tan Ferro que se reencarnó en mí hace tiempo, desde antes de ser la tana.
Los días se pasan y uno se pone objetivos, pero a veces no se cumplen, ni siquiera llegan a estar cerca de las más leves expectativas.
Las horas no alcanzan, la rutina debería adaptarse a nosotros antes que nosotros a la rutina. Es frustrante no poder llegar a hacer todo, terminar el día pensando que se podría haber aprovechado de otra manera.
A veces me pongo a pensar en cuál es mi lugar…¡qué complicado que es eso! Estoy casi afiliada al gremio de las amas de casa, escribo por placer pero nadie me paga un peso por eso, tengo trabajos golondrinas (como todo Comunicador Social), y encima en ese entre tengo sueños que cumplir y un esposo que atender.
Pero hace tiempo que decidí correrme del lugar de víctima, lo detesto.
Lo cierto es que hacía tiempo no podía sentarme a escribir, había algo que derivaba mis energías a otros lados dejando mi mente vagando sola, con los pensamientos queriendo salir. Se acumulan, se acumulan y me acechan en sueños, y cuando no me acechan, me alegran…casi siempre los domingos a la mañana cuando me levanto y me quedo largo rato mirando al techo y pensando en todo lo que quiero escribir. ¿Por qué no lo hago?
Se me enfría el café con leche, se me lastiman las manos por el frío y la lavandina, el pelo se reseca aunque le pongamos aceite de almendras y encima veo cómo la hipocresía se vuelve todos los días un océano ingobernable.
Me molestan los spots publicitarios pre eleciones que ocupan horas de aire, porque en 27 años he visto y experimentado que casi todo sigue igual, me jode la gente que sonríe demasiado y está siempre feliz y definitivamente me molesta mucho el perro de mi vecino.
Me generan urticaria los insatisfechos sexuales que siempre van a parar atrás de algún mostrador, la gente que no se banca al que piensa distinto pero postula la pluralidad, me dan ASCO. Me molestan también los falsos intelectuales que se llenan la boca de palabras difíciles que nadie entiende, los comunicadores tilingos que encima tienen la suerte de tener un flortista que le tire con rosas a cada palabra (me hacen cuestionar qué es lo importante y qué es el buen gusto). Estoy harta de la gente que se vive vendiendo y alaba demasiado a los otros, la misma que debería bajarse el ego y transformarlo en trapo de piso para limpiar el baño de su casa y de paso peinarse y cambiarse la remera enchivada (pero comprada en uno de los tantos viajes al exterior).
Me molesta todo eso y encima me molesta la gente que vende caca por buen producto….basta!!!!
Algunos me acusan de ácida, ¿pero acaso no es necesaria la acidez para lidiar con todo lo mencionado? El problema quizás sea que quiero intervenir, solucionar esos baches; casi nunca lo logro y tampoco nací justiciera, pero he aprendido y sigo aprendiendo a tomar con humor esas cosas, las veces que sea posible, creo que me enseñó Woody… a ver el conejo blanco, a encontrar la Neverland oculta entre tanto desierto de ingratitud.
Los seres humanos no somos gente tan alegre, no está en nuestros genes.
Pero después de todo, después de una semana que aún no terminó y en la que ya me engripé, tuve una iluminación anoche….mientras caminaba hacia mi cuarto para irme a dormir, vi una figura, un nene, feliz, con una sonrisa que me recordó a la de la infancia. Una figura que una amiga me regaló, de un nene con las letras P-E-D-R-O. Vi esa imagen y me dí cuenta que todas las pavadas que me habían pasado, todas las cosas sin importar el nivel de importancia, habían quedado a un costado.
Me mostró que era necesario ser menos serpientes y más aves fénix, renacer de las cenizas, tratar de superarnos, tratar de valorar, tratar de vivir el presente, después de todo, es lo que tenemos ahora, nunca sabremos qué pasará mañana. No ignorar los problemas, pero volverlos productivos, enfrentarlos.
Me mostró que era necesario luchar para hacer las cosas bien, para volver nuestro alrededor (porque decir “el mundo” sería muy pretenciosos), un lugar mejor.
Fue la imagen, son los gestos de nuestros seres queridos, es el cuarto color verde esperanza, son las patadas más dulces del mundo, es el chocolate….
Me volví cursi de golpe…GRACIAS PEDRITO!!!!
martes, 5 de julio de 2011
Un lunes de invierno
El gallo canta una y otra vez, incansable. No se trata de uno de carne y hueso (aunque en el barrio abunden), pero para no perder la costumbre de los sonidos ambientales que me rondan, configuré justamente ese en el celular. Desconecto la función “canto de gallo”, miró el techo y pienso, afuera debe estar helado, pero hoy será un gran día… ¿será un gran día?
Vivir en las afueras no es fácil, o quizás, me corrijo, no es perfecto… ¿pero dónde lo es? Residir literalmente frente al campo le brinda a uno la misma y proporcional cantidad de maravillosos amaneceres y gélidos paisajes. En verano todo revive, las flores hasta a veces parecen sonreir, pero el invierno es otra cosa: el pasto no se descongela hasta pasadas las 10 am y el perro no puede tomar agua, a menos que me pida que le prepare un whisky on the rocks. Sin embargo, los pájaros en mil variedades siempre están, las cotorras se mudan de árbol en árbol y la ciudad se sigue asomando en el este, bien en el horizonte, recordándome que como diría Fito, siempre estuvo, está y estará cerca…
Aunque empecé mis vacaciones (beneficios de ser empleada del sistema educativo), hay cosas de las que no me libro, por ejemplo: levantarme temprano. Tengo un reloj interno que no me abandona, esto hace que para mí un domingo sea igual que un miércoles, además del hecho de que dormir nunca fue algo tan placentero, aunque reconozco que últimamente caigo rendida antes de las 10 pm (la vejez, tan trágica por momentos, tan sabia en su proceder, por otros).
Hacía mucho que no escribía, lo necesitaba….lo necesito a diario…las ideas nunca dejan de fluir pero me estaba costando sacarlas de la cárcel mental, darles libertad. No sé bien qué estoy escribiendo, estoy meramente dejándome llevar, para que al menos el ruido de las teclas amenice el silencio de esta mañana, fría también, en Rincón de Cascabel, mi lugar, ese que uno llama: home.
Vuelvo a ayer. Las ganas de encontrarme con mi adorado Woody, eran como un coctel de Gatorade por mis venas. Después de tomarme una religiosa sopa, me abrigué bien, tipo esquimal, tipo Maggie Simpson con su abrigo de estrella y emprendí camino.

El primer traspié, la fucking Metropolitana había cambiado sus horarios por las vacaciones de invierno (no voy a entrar en esta discusión porque llenaría esta párrafo de epítetos rústicos), así que me perdí un colectivo. Tenía que decidirme, llegaría con lo justo para ver el film a las 15 en punto…no confiaba en el colectivo, siempre llega tarde, la mitad de las veces se rompe en el camino (cierto que dije que no profundizaría sobre esto!). A punto de pegar media vuelta y dejar todo para otro día, veo al intruso de cuatro ruedas color verde y blanco en el fondo de mi campo visual.
Afortunadamente, nada raro ocurrió, no se rompió ni nos agarró el tren a la salida de Perez. Fue en ese momento cuando abrí “Harry Potter y la Orden del Fenix”, nuevito, "a estrenar". Cuando uno adquiere un libro de casi 900 páginas sabe que tiene que ser valiente, no es un libro para andarse con chiquitas y menos aún, una historia para lectores con poca memoria. De toda la serie, es el que más esperaba, quizás guiada porque a nivel fílmico fue la parte de la historia que más disfruté….no sé, no puedo decir mucho más aún.

Caminé las tres cuadras y media que separaban la parada del colectivo del cine a paso de liebre, algo dificultada por la panza en continuo crecimiento, que aunque no está grande hace sin embargo que mi cuerpo se vuelva una masa inerte, amorfa y en estado 0. Llegué a los Cines del Centro. A decir verdad, no sabía adónde me estaba metiendo, confiaba ellos menos aún que en la Metropolitana, pero terminaron sorprendiéndome; aunque la pantalla no sea de gran tamaño, la calidad es buena y las butacas se dejan (quizás me haya afectado el hecho de haber ido varias a veces al cine de La Paloma en verano, aceptando cualquier pocilga como “buena”, en fin).
Me senté, me acomodé y noté lo que noto siempre cuando voy ver un film de Allen: la población cinéfila va de los sesenta años a los noventa, en otras palabras, entre todas las viejas del lugar sumaban unos 100.000 años. Este dato es una constante, Woody es un director amado u odiado, sin medias tintas, entendido o crucificado, que tiene fans y enemigos, así sin más, hecho que derivó, as usual, en que fuera solita (bueno, con camaroncit@ y su primera experiencia alleniana).
Sin trailers, a las 3 en punto comenzó el film. Las imágenes de la maravillosa Paris eran acompañadas de mi parte por los gratos recuerdos que me suscitaban y la deglución de un Bon o Bon blanco…tenía que honrar la semana de la dulzura de alguna forma y qué mejor que en el cine y rodeada de jovatas que no llegaban a entender todos los chistes!
Qué decir de la peli, Woody logra el mismo efecto con el que tiene acostumbrado al espectador, deleitarlo con situaciones de la vida con la que todos (la mayoría de nosotros) podemos llegar a identificarnos fácilmente. Escenas sublimes de la vida cotidiana, reflexiones que nos transitan la mente día a día, mes a mes, año a año, continuadas, constantes. No quiero contar más porque me voy a explayar bien en la nota que saldrá publicada el jueves en El Gabinete, pero puedo decir que nuevamente salí del cine con una sonrisa, escuchando las voces que detrás iban diciendo “sí, eso me pasa”.

De ahí al encuentro con Vane y Gise, a nuestras charlas que siempre envuelven miedos, dudas, experiencias y chismes, siempre en movimiento, parecen salir a la superficie con más plenitud cuando vamos caminando por algún lugar. De ahí a la esquina de Pellegrini y Pte. Roca con el Seminario, que extrañaba tanto, que extraño, que me hace revivir cada tanto, que me hace darme cuenta de que es tan necesario e intenso por momentos, de que es simplemente afectivo. Y en un momento entre cafés, sándwiches de miga y demases habían vuelto las teorías alocadas, las reflexiones ¿para el alma?, las maldades inusitadas y el deseo de ir por más!
Y de nuevo el abominable hombre de las nieves caminando, dirigiéndose nuevamente al encuentro con la Metropolitana, por las solitarias calles de Rosario que antes de que le reloj marque las 8 pm parecen volverse un desierto de cemento, un corredor de gente arropada, con una temperatura que disculpen, pero no le llega ni a los talones a la del primo, el campo…¿es exagerado decir que ayer tuve calor en la city?
Y de nuevo Potter, el libro gordo de Potter, que enseña y entretiene, y el frío de las afueras y del afuera, y los pensamientos que me tienen atrapada sin salida, que me muestran una vez más que lo importante está en lo simple, en el día a día, en las narices frías de invierno y las experiencias compartidas, en poder escribirlo, en poder llenarnos de esos “retratos del vivir”… y como dije en La espera y la lágrima (sólo este renglón para agrandarme), ahí, en ese entre “habita el deseo vivo de seguir contando historias, al fin y al cabo, de escribir la vida, volver a vivirla e inmortalizarla…hacerla infinita.”
viernes, 20 de mayo de 2011
La primera imagen de Bane

viernes, 15 de abril de 2011
La Tercera Virgen
Adamsberg - En el fondo me aconsejas que trabaje con lógica.
Ariane -Sí. ¿Conoces otra cosa?
Adamsberg -Sólo conozco la otra cosa.
Cuando el vendedor me recomendó La tercera virgen de Fred Vargas confieso que dudé. Un poco por desconocer a lo que me iba a enfrentar y otro poco porque temía desperdiciar los exactos $99 que había pagado por el libro de Editorial Siruela.

En la cubierta que venía de regalo por la 4º edición, Fernando Savater decía: “Tengo a Fred Vargas como una de las mejores novelistas francesas del momento, en cualquier género y categoría”, mientras que en la contratapa el Sunday Times acotaba: “Realmente original…no existe nada igual en la novela negra contemporánea. Una delicia”.
Pensé que exageraban.
Me adentré en la historia un viernes lluvioso, al atardecer, en ese momento del día propicio para experimentar los thrillers de todo tipo: literarios, cinematográficos... La historia no estaba muy clara, había estado largo rato mirando el libro antes de comprarlo pero no lograba llegar a divisar bien de qué se trataría. La sinopsis era tan enredada como el intento del vendedor de decirme porqué debía leer a esta francesa.
Y entonces dí vuelta la primera página.
Ya desde el vamos se nos presenta sin introducción al comisario Jean-Baptiste Adamsberg, un hombre desarreglado que no presta atención e inconscientemente adora elucubrar teorías imposibles, conclusiones que ninguna persona seria aprobaría, con una forma de trabajar digna de un verdadero bárbaro, de esos que describe Alessandro Baricco. Trabaja en París, con una brigada de unos veinte hombres con personalidades e intereses de los más diversos. Se dividen en dos grupos, los llamados positivistas y los que apoyan las teorías de Adamsberg. También está Danglard, su compañero; el comandante culto, metódico, perfecto, que no deja pasar un solo error y siempre corrige todo, como Wilson a Dr. House. Adamsberg se sirve de Danglard para completar las frases que le quedan a medio camino y profundizar las teorías. Adamsberg odia hablar demasiado, tanto como experimentar la supervivencia entre un colectivo de gente.
Sucede que el espíritu de una monja del siglo XVIII que decapitaba a sus víctimas, Santa Clarisa, parece estar acechando la vida del comisario, según dice su vecino, el viejo Lucio, un español al que le falta un brazo pero le sigue picando. Esto se suma a la aparición de dos cadáveres de hombres degollados y con pinchazos en sus antebrazos, a la profanación de tumbas de mujeres en cementerios cercanos, a un gato capado, a ciervos sin el corazón y una pócima para lograr la vida eterna. Para colmo de males, Claire Langevin, una enfermera "angel de la muerte" con personalidad disociada que Adamsberg encarceló hace unos años, parece haber escapado, y “la sombra” ha sido vista acechando los cementerios donde fueron profanadas las tumbas.
Con todo esto tendrá que vérselas Adamsberg, además de la llegada a la brigada de Veyrenc, un hombre de su pasado a quien un violento episodio infantil dejó con una cabellera extraña, con mechones rojo sangre, que encima es amante del poeta Racine y habla casi siempre en verso. Alternando su trabajo con el cuidado de su hijo Thomas de nueve meses, Adamsberg irá desenredando, enredando y desenredando una vez más la madeja. Con la ayuda de Danglard, el dudoso Veyrenc, la machona pero inteligente y leal Violette Retancourt, la bella y sesentona forense Ariane, el jovato ex forense Romain, los parroquianos del café de Haroncourt y los chicos de la brigada.
Después de un par de páginas me di cuenta que Savater estaba en lo cierto, y casi al final confirmé lo del Sunday Times. Esta francesa logra hilar perfectamente los elementos de un policial negrísimo, como los buenos del cine, los franceses, obvio. Con una prosa original y momentos de astucia, con toques de humor, con elementos que dejan ver su formación en arqueo-zoología y una descripción de los personajes perfectamente encantadora, Vargas se eleva en el cielo de la genialidad del que no muchos son habitantes.
Me encantó esta novela que nada tiene que ver con lo espiritual (como creí en un momento). El que se sumerja va a adorar a esta francesa pero antes, a todos los personajes, incluida La Bola, el gato de la brigada, una pieza fundamental para descubrir algunas incógnitas. ¿Como no adorar a alguien tan capaz, que logra que uno se encariñe con un gato que camina treinta y cinco kilómetros para llevarlos hasta el objetivo? ¿Cómo no encariñarse con el comisario Adamsberg desde el primer minuto? ...un tipo con el que cualquier mortal con inseguridades podrá identificarse.
Realmente: UNA DELICIA, de esas que obligan a pasar por la librería y decirle al vendedor: ¡estabas en lo cierto!
viernes, 1 de abril de 2011
Un jueves de marzo
Había sido una mañana más. Había visto cómo amanecía (beneficios de vivir literalmente frente al verde total, con las torres Dolphin y demás condominios en el horizonte a unos veinte kilómetros, o sea grandes como la yema del dedo). El sol sí que se había puesto tímido, indeciso, le costaba subir, amenazado por la niebla que a la vez lo vestía de fiesta, de un anaranjado imposible de conseguir en ninguna paleta. Por fin se había incorporado a la mañana, y yo a la rutina.
La ciudad esperaba con los brazos abiertos, brazos que cada vez odio más transitar, brazos encerrados con un aire que insistía en hacerse notar, tan celoso como la cotidianeidad que aparece a cada segundo y tan tedioso como las nubes que algodonadísimas parecen controlar toda la situación desde algún punto del cielo, que aunque parece estar ahí nomás, engaña.
Camino, esquivo personas, bajo el cordón, vuelvo a subir, vuelvo a mirar los mismos edificios de cada semana, trato de descifrarlos. El calor se sigue colando en forma de gotas reiterando la única reflexión que puede surgir de ese hecho: somos agua pura. Empiezo a pensar en los sueños, sueños que a veces anoto, los más complejos, los más intrincados y laberínticamente imposibles de recordar. Ahí surge con potencia la fuerza fellinesca, “nuestros sueños son nuestra única vida real”, son nuestra materia prima. En ellos vivimos, con ellos convivimos, de ellos sacamos el elixir que compone el arte con el que respiramos.
Un adolescente sin manos ni piernas, Leonardo Di Caprio sirviéndome café en una botella de agua mineral y felicitándome por cuidar el medio ambiente, una película con varios personajes del cine (y la facultad de Comunicación) en la que se mezclan una laguna con cocodrilos de algún lugar de Florida, el mar furioso del estado de New York o Massachussets y un estanque congelado, en la que soy protagonista pero no me doy cuenta hasta el final (en el que en Toronto me fundo en un abrazo con Tom Hardy vestido de motoquero, con una campera de cuero azul francia), la segunda guerra mundial desde una lado femenino, una depiladora a domicilio a la que se hace tarde y una moza de un bar a la que reto muy agresivamente por no haber retirado las milanesas del plato (las cuales entonces procedo a robarme), son apenas los que recuerdo y apenas me animo a contar. Tierras aptas para navegar sin culpas, que nos ayudan a conocernos mejor, a profundizar nuestras debilidades, frustraciones, miedos, pero también capacidades, anhelos, devenires. No sé por qué me gusta tanto compartir los sueños, ¿a quién puede importarle? En fin…
El tiempo corre, el aire no. Experimento la extraña sensación que produce sobre la mente cualquier lugar en el que se divisen libros del otro lado, una alquimia de sentidos. Paso por Oliva Libros. Antes, justo antes, un local de ropa de esos que copian la igualdad. Echo un vistazo que igual no logra que le dé a la mente la orden de cruzar la puerta como sí el lugar de al lado (me pasa como con Homo Sapiens y Falabella, siempre termino el lado este de calle Sarmiento).
Busco un buen thriller, el mejor género sobre la tierra de la narración. Mantengo una pequeña charla con el comerciante que me dice triste pero sagazmente “no hay otro thriller mejor que El Psicoanalista”. Acabo de leerlo, ergo, estoy en ruinas. Es un pequeño local del centro pero quiero darle una oportunidad. No tiene nada de John Katzenbach (me conformo con un thriller menor, algo aunque sea de este estadounidense que le dedica sus libros a sus compañeros de pesca, ¡cómo no adorarlo desde la página 1!). Me recomienda algunos ejemplares de otros géneros remixados entre suspenso y policial negro (otro viejo amor). Me acerca a Fred Vargas, una francesa aclamada, adorada, alabada…y mencionada por la señora que entra a continuación. Me quedo unos minutos evaluando. También está la saga Millenium pero algo me dice que la ignore. Elijo por fin a Vargas (me llevo la esotérica "La tercera virgen") y a John Connoly ("Perfil asesino"). Voy a darles la misma oportunidad que le di a Oliva Books, sabiendo que la próxima me llevaré El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.
Me voy inmensamente feliz, no puede explicarse la sensación que se siente al adquirir libros. Es una conjunción de sentimientos y deseos. Es poner en una licuadora la felicidad, la ansiedad, la curiosidad, el deseo de permitirse pensar “¿podré afectar a alguien más podré afectar con esto?”. El licuado se suma obviamente a la búsqueda constante de buenas piezas de suspenso, de esas que escasean en el cine (para tristeza de muchos). Nunca supe a ciencia cierta a qué deseo, a qué necesidad de descubrir cosas y lados ocultos respondía toda esta locura suspensística. El psicoanálisis, los thrillers, el misterio, todo parte del mismo devenir.
La Siberia es el próximo destino. Digicom el protagonista. La primera clase del SIyP la excusa de encuentro (siempre ha sido eso en esencia, una excusa de encuentro que siempre afecta a más y más). Baricco y sus Bárbaros (el gran Alessandro da para tanto que hasta una historieta le dedicamos) el aula 2.0, las impresiones sobre el texto, “reunirnos a pensar”, el mate, las conversaciones, el SUM de Arquitectura. Debo salir corriendo, pero me voy entusiasmada.
Me tomo la K, siempre con el miedo de llegar tarde y el perseguidor fantasma de la escena de la falta de electricidad y la K varada. Como unas horas antes, “lo mismo” se hace presente en forma de fotogramas que se van repitiendo. Olores característicos y movimientos de vaivén. Me siento siempre en el mismo lugar, patetismo al por mayor. Enfrente, una señora perdida en su polo esquizo, a mi lado, una chica cuyo acento delata vilmente su nacionalidad paraguaya, habla por teléfono. Mi oído me pide secretamente que me levante, el tono penetrante e imposible de tolerar vuelve lo poco que queda de viaje un infierno de tonalidades fuertes. Del otro lado, a unos metros, otra chica llora desconsoladamente, también hibridada con el no-humano portátil. Me genera odio en vez de compasión. No sé si porque no logro entender qué pasa o por la repelencia que me genera el esfuerzo de la chica para llamar la atención de la mayor cantidad posible de pasajeros con el llanto que no se sabe si es por enojo, miedo, engaño, frustración, ¿demencia?
Entre Ríos está cerca, ya debo bajarme. Antes soy testigo de una escena que roza la ternura que tanto hace falta. Un chico lleva de su mano a un nene, no llego a distinguir si es el hermano o el hijo, pero qué más da, el chico le lleva la pequeña mochila a cuestas, una mano ocupada con la del nene y la otra con un ramo de claveles rojos. El nene es su propia miniatura, por lo que ambas teorías pueden ser ciertas. Me conmueve, quisiera abrazarlo pero debo contenerme. La falta de filtro discursiva a veces es viable, pero la corporal, casi nunca.
Al fin me bajo junto con la señora esquizo. Ya es hora. Afortunadamente debo permanecer poco tiempo en la Plaza Sarmiento, el lugar de Rosario que me empalaga tanto como un helado de dulce de leche bombón, el mismo lugar en el que literalmente todo es posible, el lugar que me atrevo a decir que nadie debe haber elegido como “su lugar en el mundo” o ganado el premio a “pulmón de la ciudad”.
Llega la Metro manejada por el odiado clon de Jorge Telerman, el hombre que despiadadamente se queda siempre con los diez centavos de los pasajeros, el mismo al que imaginaría sin dudarlo si practicara boxeo y tuviera que humanizar a la bolsa. Por primera vez me siento bien entre su desagradable presencia y su actitud de superación ante todo lo demás (la posta es que el staff de la Metropolitana es más clase B que una peli de Darío Argento), cuento las monedas y tengo exactamente noventa centavos, esta vez no podrá conmigo. Las cuento orgullosa una y otra vez. Telerman no podrá comprarse un café a costa (por lo menos) mío esta vez. ¡No!
Me subo. Tengo los libros pero elijo pensar. En todo lo que pasó, en los diálogos, en los protagonistas del día, en la vida tan incierta, en las oportunidades emergentes, en que todo parece estar perfectamente engranado. Cada pieza, aunque por momentos duela, parece haber sido puesta para hacernos movilizar, para enseñarnos a habitarnos y llegar en última instancia a conocernos. Algo. Quizás lo suficiente como para tener la esperanza de aportar a las nuevas generaciones. Quizás, para que ellas, como ha reflexionado alguna vez mi amado Woody, puedan entender más.
martes, 22 de marzo de 2011
La humedad me hace rimar
"Sentir, hoy o cualquier otro día, que me basto tal como soy" Walt Whitman
hoy quiero ser yo
hoy no quiero que me tape el sol
hoy quiero poder ver más allá de la bruma
hoy quiero viajar sin pensar en la lluvia
hoy quiero leer y poder traspasar
hoy quiero sentir más que felicidad
hoy quiero olvidar pensar
hoy quiero elegir desear
hoy quiero pisar el césped, respirar el verde y transpirar algo demencial
hoy quiero decir: no tengo filtro
hoy quiero cruzar la barrera de la culpabilidad
hoy quiero sentir el otoño llegar
hoy quiero dejar pasar: las malas emociones y la debilidad
hoy quiero devorar letras y dejarlas entrar
hoy quiero pedirle al día: que no sea rencoroso, que se original,
que no sea pomposo, que sea liberal,
que no se enoje con las nubes, que las invite a pasar,
que siga a las chicharras pero no las quiera imitar,
que nos muestre de mil formas, simplemente, una vez más,
que cada día que pasa no es un día, es una oportunidad,
es una experiencia, es la única verdad,
que nos dice silenciosa: sean felices (aunque no esté en sus genes) y difúndanlo a la posteridad
y en ese acto hagan rimas tontas para al menos aceptar,
que aunque caluroso, aunque tedioso, aunque pesado y vicioso,
el día está acá, tómalo o déjalo, pero no te olvides vivirlo y dejarte afectar.
lunes, 14 de marzo de 2011
Reflexión desprolija, invertebrada, personal y algo extensa de una ignorante
En los párrafos a continuación falta todo lo requerido en un curso de redacción. La única constante es el deseo de escribir, que surgió en forma de ametralladora de ideas y recuerdos mientras leía un libro, un gran libro...
“Explicar algo a alguien es, en primer lugar, demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo” Jacques Rancière
Nunca entendí las reverencias. Quizás era demasiado adolescente, pero mi mente ya hacía años que volaba para otros mundos. Eran los últimos años de los 90 y el uniforme debía pasar las rodillas y rozar casi los tobillos si no querías que llamen a tus progenitores. El pelo debía estar recogido con una cola y una cinta del mismo azul marino. Las uñas no debía tener ni pizca de esmalte (ni transparente) y los aros no debían ser bochornosos.
No existían los celulares e internet era un sueño que aún no había llegado al sur (al menos en todo su esplendor, distribución y grandeza). La peor pesadilla venía de la mano de lo que ocurría de no pararse a la derecha del banco ante el arribo de un profesor.
No era un colegio de monjas ni curas, quizás si de brujas (esas brujas de pueblo que si conocen a tu familia o venís de “buena familia” te tratan mejor, a menos que tu nota se acerque a la de la postulada abanderada –que para conservar la medalla de asistencia perfecta los 5 años fue varias veces enferma, con fiebre y todo- desde siempre, entonces su madre, la profesora de música, te llamará cada viernes a dar lección, lección que siempre darás, pero te pondrán baja nota, mientras tus mudos compañeros seguirán mudos, pero con sobresaliente en música) ¿Dije que era un colegio de brujas?.

Nunca, jamás, reinó la incentivación, la afectación a partir de la movilización de la mente y el espíritu. Se nos enseñó, fervientemente, a respetar y honrar el “hacer como”. Una vez en una clase de geografía (que daba la misma directora, mujer que aún no quiere dejar el trono monárquico en el que se sienta desde que los Lumiere filmaron "La llegada de un tren") me tuve que sentar cuando durante una lección le hice una observación sobre un río que ella no conocía. Fue una actitud desapropiada para alguien de la monarquía, la mía digo.
La profesora de inglés, que intentaba por todos sus medios parecer chistosa, mandaba a varios a "juntar margaritas al patio" por clase. Sus métodos poco amigables y frases en las que faltaba chispa y sobraba mal gusto, generaron que una generación entera aprendiera a odiar el inglés. La de mecanografía, por su parte, nos inculcó que el que borraba una equivocación con liquid paper sería bajado al mismísimo infierno, además de llevarse la materia (como verán, sigo acá JA).
Sin mencionar la de estenografía que odiaba al capitalismo (que nada tenía que ver con la materia) pero lo contradecía con su imagen, la de matemáticas que sólo sabía copiar fórmulas en el pizarrón (insisto con eso, sólo copiar fórmulas) y la de biología que dictaba (otras fórmulas) sentada desde el escritorio mientras comía criollitas.
Lo realmente hilarante (mucho más que los comentarios desafortunados de la de inglés que hablaba en brutish english), era que en ninguno de los casos recuerdo esas clases, esas lecciones prácticas de patetismo ilustrado. Aunque sí recuerdo cuando un compañero muy delgado, durmió dos horas enteras en tres bancos, tapado con camperas al final de la clase o cuando imitábamos a la de historia, que nos hacía repetir lo que había pasado en Constantinopla (cuando, guiándonos por su edad, podría habernos contado las anécdotas ella misma como testigo presencial).
Estos párrafos precedentes han sido el resultados de leer a Jacques Rancière, y no poder dejar de ponerme un segundo a reflexionar sobre cómo aprendí, y recordar en el camino, el paso por el colegio secundario de Zavalla (para describir esa institución podría usar alguna escena de una tortura china en película clase B….o Z).

Rancière habla de voluntad, de potencia. Hablar de un maestro que enseña y un alumno que aprende significa plantear desde el vamos la desigualdad. “El truco característico del explicador consiste en ese doble gesto inaugural. Por un lado, decreta el comienzo absoluto: en este momento, y sólo ahora, comenzará el acto de aprender. Por el otro, arroja un velo de ignorancia sobre todas las cosas a aprender, que él mismo se encarga de levantar. (…) El mito pedagógico divide el mundo en dos, divide la inteligencia en dos, existe una inteligencia superior y una inteligencia inferior”.
Crecí mirando a mi viejo leer de todo, incitando quizás mi curiosidad a buscar por mis propios medios lo que me interesaba. Pero de la biblioteca de casa lo más interesante, lo que más llamaba mi atención, eran los mapas (había un gran libro sobre el planeta Tierra). Era una niña de menos de 8 que había descubierto que mirar mapas era su gran pasión, más que cualquier otra a esa edad (quizás saltar en la cama elástica). Me pasaba horas explorando, conociendo ciudades, distancias, caminos, lagos, ríos, profundidades, paisajes del lecho marino, islas. No lo aprendí en ningún lugar más que en mi casa (aunque le haya pesado a la bruja de geografía aquella vez). También estaban las estampillas que coleccionaba (colecciona) mi padre, un lugar de impensada voluntad de saber, sumado a la cantidad de películas que veía (seguramente no seré la primera que llegue a la conclusión de que los conocimientos que se aprehenden mediante el juego quedan para siempre con uno).
A los 15 me dí cuenta que me gustaban algunas bandas. Me gustaba cómo sonaban pero quería entenderlas, quería saber qué era lo que me querían decir. Sola, con un diccionario en mano, empecé a traducir, a buscar sustantivos y adjetivos en inglés. Como con los mapas, descubrí que me apasionaba el idioma. Tenía una carpeta en la que iba anotando cada canción más la traducción, más listas que completaba con otros significados que iban surgiendo irremediablemente del momento. Empecé a tomar clases de inglés, pero nunca fueron iguales que las tardes que me pasaba con el diccionario.
Pero entonces descubrí que había expresiones, frases, que ya las entendía. Había olvidado que el cine había sido el mejor y más genial maestro de todos los tiempos. Había aprendido repitiendo. La eficacia de la fonética venía de allí (de las veces que me había parado frente al espejo al pronunciar “what are you talking about” en británico y yankee, emulando alguna escena, o creyendo que era una chica bond, pidiéndole un trago a James: “shaked not stirred”).
Más adelante, en la facultad, confirmé en distintas oportunidades, lo valioso del aprender haciendo, del aprender perdiéndole el miedo animarse, sin más maestro que la propia iniciativa.
En redacción se nos decía que el buen escritor es antes un buen lector. Creo que puede ser, pero también creo con más convicción que antes que buen y escritor, hay que escribir. Escribir, escribir, escribir. Encontrar el rumbo subjetivo sin buscar tantos modelos previos (como tristemente hacen muchos del palo). Sólo puede ser buen escritor el que escribe. ¿Y acaso hay alguna medida de “lo bueno”? No. ¿Y acaso hay alguna otra receta? Lo que recuerdo de Redacción I y II (además del triángulo invertido) es que escribía, no sé tanto de qué, pero recuerdo escribir, y recuerdo no haber dejado nunca de hacerlo….
Lo interesante de esa facultad fue que sigue albergando tantos zombies, tantos seres que intentan separar con su creída inteligencia la distancia de los otros (grupo casi obsceno para ellos), que me sigue recordando a la monarquía de mi pueblo. Afortunadamente siempre hay vivos en tierras de muertos, y afortunadamente a muchos puedo llamarlos amigos sin querer llegar a ponerme cursi, y afortunadamente muchos siguen marcando la diferencia, ¿cómo?, ayudando a despertar el fuego interior, los deseos, la curiosidad, incluso la ira (de ahí, y acompañado de una anécdota en clase, fue que a partir de edupunk, creamos el término "edupunch")…al fin y al cabo: la emancipación en palabras de Ranciere.
Después de ser acusada de pasarme al bando del conocimiento liviano o algo así según un zombie mexicano, después de seguir escuchando casi cotidianamente decir a muchos “tal es medio corto”, “tal es medio burro”, “a tal no le da”, después de ser testigo de cómo las instituciones y sus huéspedes se siguen enredando en sus propias y evidente mentiras, sigo confirmando la sospecha de que como plantea Rancière: hay que confiar en la libertad, en la confianza en uno mismo, en la capacidad intelectual. Hay que separar la brecha entre sabios e inteligentes, entre dar y recibir, entre activo y pasivo, entre cortos y largos.
La clave se llama círculo de potencias, potenciar desde la enseñanza de la ignorancia, de enseñar lo que se ignora a partir de obligar al alumno a usar su propia inteligencia. Ya no “yo deposito algo en ti” sino “vos podés encontrar algo en ti para depositar donde, como, cuando quieras, para recrearlo, para producir más y distinto”. No se necesita de otro sólo y a condición de que sea una potencia (como mi amiga Vane potenciándome a trabajar con html, que dio como resultado que empiece a explorar y crear con el código, cambiando el miedo por la curiosidad, en ningún laboratorio más que sentadas con mate en mano).
Esto fue simplemente parte de ese deseo, de las ideas disparadas leyendo El maestro ignorante de Rancière, ideas que me bombardeaban la mente al punto de no dejarme seguir leyendo. Tuve que empezar a escribir. Así funciono la mayoría de las veces, así funcionamos también colectivamente: algo nos gusta, entonces nos afecta, entonces lo conversamos, entonces lo traducimos en algo…entonces cada tanto derrapamos.
Círculo de potencia que le dicen….
martes, 15 de febrero de 2011
La Balconada

martes, 1 de febrero de 2011
Viajes por el Scriptorium
Un hombre despierta y de repente se da cuenta que está solo. Sentado en una habitación, rodeado de objetos que tienen pegada una etiqueta con su respectivo nombre. El hombre no recuerda. No sabe quién es o fue ni qué hace en ese lugar. No sabe si está en una casa, edificio, hospital, cárcel, más allá….
En la habitación hay una ventana pero no se puede ver el exterior. El hombre está consumado a su propio aquí y ahora. La única certeza que tiene es que se siente muy culpable. La culpa es quizás su infierno. Un grupo de personas irán apareciendo, una a una, y él irá anotando sus nombres en un cuaderno, porque cada tanto lo olvida todo.
También será visitado por otro grupo que desfilará sin cesar por su mente, uno a uno y todos a la vez, como objetos en cadena de montaje, incansables. Él sabe que conoce a estos personajes, que guarda con ellos una íntima relación, que son producto de algún hacer. Ellos lo acechan, de tal manera que el hombre teme cerrar sus ojos.
Él es Mister Blank, y sólo sabemos que viste un pijama a rayas azul y amarillo y es viejo, del tipo de persona vieja entre los sesenta y los ochenta años. Le cuesta moverse pero no así pensar, darle rienda suelta a las historias que se tejen en su mente. Mientras se hace todas las preguntas posibles, como por ejemplo si la puerta se cierra desde fuera de la habitación o no, o si realmente hay un armario, empieza a leer un manuscrito que está en el escritorio frente a la cama, al lado de una pila de fotos viejas. El manuscrito es el informe del misterioso Graf y su casi trágica vivencia en alguna época de la historia de un Estados Unidos distinto.

No he leído aún muchos libros de Paul Auster, pero lo que he leído me alcanza para recomendarlo y empezar a conocer un poco su mundo. Cuando dije que había que empezar por, por ejemplo, La noche de lo oráculo como me habían recomendado, no me equivocaba. Es un libro elemental que hay que leer antes que este. Hay muchos guiños y aparece nuevamente, aunque no elemental en la diégesis, el escritor John Trause.
Pero Trause no es más que un mínimo elemento en la serie de obsesiones que pueblan los textos de Auster: el sentimiento culpa, la desolación, la transformación en la que nos envuelve la cotidianeidad, la figura del padre protector encarnada en un amigo del protagonista, la mujer como ser supremo, las erecciones y los sentimientos que en ese instante acarrea, las calles de Brooklyn, el paso de las estaciones, la duda, y por sobre todas las cosas, el acto de escribir.
Escribir es acaso el remedio en el que se sumergen los personajes, su forma de comprender y comprenderse. El relato va enredándose en muchas historias dentro de una, enalteciendo el mismísimo placer de contarlas, y en este libro en particular, son portadoras del deseo del escritor de meterse en su propia mente, logrando, como dijo el periodista Javier Aparicio Maydeu: “una enigmática y magnífica alegoría de la creación”.
Al fin y al cabo, el hilo conductor de las historias austerianas son las palabras, el poder que tienen, la manera de afectar. En La noche del oráculo se pregunta si son tan poderosas como para predecir lo que pasará, en Viajes por el Scriptorioum, si pueden ser capaces de producir tanto miedo.
Mister Blank (blank es el espacio en blanco que debe ser llenado, “fill in the blank”), son todos quienes transitan el camino de la escritura, acompañados por todos esos personajes que el viejo fue anotando en el cuaderno.
¿Acaso la vida no es más que una historia que puede ser narrada mil veces y de mil maneras?