viernes, 15 de abril de 2011

La Tercera Virgen

Adamsberg - En el fondo me aconsejas que trabaje con lógica.

Ariane -Sí. ¿Conoces otra cosa?

Adamsberg -Sólo conozco la otra cosa.

Cuando el vendedor me recomendó La tercera virgen de Fred Vargas confieso que dudé. Un poco por desconocer a lo que me iba a enfrentar y otro poco porque temía desperdiciar los exactos $99 que había pagado por el libro de Editorial Siruela.

En la cubierta que venía de regalo por la 4º edición, Fernando Savater decía: “Tengo a Fred Vargas como una de las mejores novelistas francesas del momento, en cualquier género y categoría”, mientras que en la contratapa el Sunday Times acotaba: “Realmente original…no existe nada igual en la novela negra contemporánea. Una delicia”.

Pensé que exageraban.

Me adentré en la historia un viernes lluvioso, al atardecer, en ese momento del día propicio para experimentar los thrillers de todo tipo: literarios, cinematográficos... La historia no estaba muy clara, había estado largo rato mirando el libro antes de comprarlo pero no lograba llegar a divisar bien de qué se trataría. La sinopsis era tan enredada como el intento del vendedor de decirme porqué debía leer a esta francesa.

Y entonces dí vuelta la primera página.

Ya desde el vamos se nos presenta sin introducción al comisario Jean-Baptiste Adamsberg, un hombre desarreglado que no presta atención e inconscientemente adora elucubrar teorías imposibles, conclusiones que ninguna persona seria aprobaría, con una forma de trabajar digna de un verdadero bárbaro, de esos que describe Alessandro Baricco. Trabaja en París, con una brigada de unos veinte hombres con personalidades e intereses de los más diversos. Se dividen en dos grupos, los llamados positivistas y los que apoyan las teorías de Adamsberg. También está Danglard, su compañero; el comandante culto, metódico, perfecto, que no deja pasar un solo error y siempre corrige todo, como Wilson a Dr. House. Adamsberg se sirve de Danglard para completar las frases que le quedan a medio camino y profundizar las teorías. Adamsberg odia hablar demasiado, tanto como experimentar la supervivencia entre un colectivo de gente.

Sucede que el espíritu de una monja del siglo XVIII que decapitaba a sus víctimas, Santa Clarisa, parece estar acechando la vida del comisario, según dice su vecino, el viejo Lucio, un español al que le falta un brazo pero le sigue picando. Esto se suma a la aparición de dos cadáveres de hombres degollados y con pinchazos en sus antebrazos, a la profanación de tumbas de mujeres en cementerios cercanos, a un gato capado, a ciervos sin el corazón y una pócima para lograr la vida eterna. Para colmo de males, Claire Langevin, una enfermera "angel de la muerte" con personalidad disociada que Adamsberg encarceló hace unos años, parece haber escapado, y “la sombra” ha sido vista acechando los cementerios donde fueron profanadas las tumbas.

Con todo esto tendrá que vérselas Adamsberg, además de la llegada a la brigada de Veyrenc, un hombre de su pasado a quien un violento episodio infantil dejó con una cabellera extraña, con mechones rojo sangre, que encima es amante del poeta Racine y habla casi siempre en verso. Alternando su trabajo con el cuidado de su hijo Thomas de nueve meses, Adamsberg irá desenredando, enredando y desenredando una vez más la madeja. Con la ayuda de Danglard, el dudoso Veyrenc, la machona pero inteligente y leal Violette Retancourt, la bella y sesentona forense Ariane, el jovato ex forense Romain, los parroquianos del café de Haroncourt y los chicos de la brigada.

Después de un par de páginas me di cuenta que Savater estaba en lo cierto, y casi al final confirmé lo del Sunday Times. Esta francesa logra hilar perfectamente los elementos de un policial negrísimo, como los buenos del cine, los franceses, obvio. Con una prosa original y momentos de astucia, con toques de humor, con elementos que dejan ver su formación en arqueo-zoología y una descripción de los personajes perfectamente encantadora, Vargas se eleva en el cielo de la genialidad del que no muchos son habitantes.

Me encantó esta novela que nada tiene que ver con lo espiritual (como creí en un momento). El que se sumerja va a adorar a esta francesa pero antes, a todos los personajes, incluida La Bola, el gato de la brigada, una pieza fundamental para descubrir algunas incógnitas. ¿Como no adorar a alguien tan capaz, que logra que uno se encariñe con un gato que camina treinta y cinco kilómetros para llevarlos hasta el objetivo? ¿Cómo no encariñarse con el comisario Adamsberg desde el primer minuto? ...un tipo con el que cualquier mortal con inseguridades podrá identificarse.

Realmente: UNA DELICIA, de esas que obligan a pasar por la librería y decirle al vendedor: ¡estabas en lo cierto!


GGss (@eugess)

viernes, 1 de abril de 2011

Un jueves de marzo

Había sido una mañana más. Había visto cómo amanecía (beneficios de vivir literalmente frente al verde total, con las torres Dolphin y demás condominios en el horizonte a unos veinte kilómetros, o sea grandes como la yema del dedo). El sol sí que se había puesto tímido, indeciso, le costaba subir, amenazado por la niebla que a la vez lo vestía de fiesta, de un anaranjado imposible de conseguir en ninguna paleta. Por fin se había incorporado a la mañana, y yo a la rutina.

La ciudad esperaba con los brazos abiertos, brazos que cada vez odio más transitar, brazos encerrados con un aire que insistía en hacerse notar, tan celoso como la cotidianeidad que aparece a cada segundo y tan tedioso como las nubes que algodonadísimas parecen controlar toda la situación desde algún punto del cielo, que aunque parece estar ahí nomás, engaña.

Camino, esquivo personas, bajo el cordón, vuelvo a subir, vuelvo a mirar los mismos edificios de cada semana, trato de descifrarlos. El calor se sigue colando en forma de gotas reiterando la única reflexión que puede surgir de ese hecho: somos agua pura. Empiezo a pensar en los sueños, sueños que a veces anoto, los más complejos, los más intrincados y laberínticamente imposibles de recordar. Ahí surge con potencia la fuerza fellinesca, “nuestros sueños son nuestra única vida real”, son nuestra materia prima. En ellos vivimos, con ellos convivimos, de ellos sacamos el elixir que compone el arte con el que respiramos.

Un adolescente sin manos ni piernas, Leonardo Di Caprio sirviéndome café en una botella de agua mineral y felicitándome por cuidar el medio ambiente, una película con varios personajes del cine (y la facultad de Comunicación) en la que se mezclan una laguna con cocodrilos de algún lugar de Florida, el mar furioso del estado de New York o Massachussets y un estanque congelado, en la que soy protagonista pero no me doy cuenta hasta el final (en el que en Toronto me fundo en un abrazo con Tom Hardy vestido de motoquero, con una campera de cuero azul francia), la segunda guerra mundial desde una lado femenino, una depiladora a domicilio a la que se hace tarde y una moza de un bar a la que reto muy agresivamente por no haber retirado las milanesas del plato (las cuales entonces procedo a robarme), son apenas los que recuerdo y apenas me animo a contar. Tierras aptas para navegar sin culpas, que nos ayudan a conocernos mejor, a profundizar nuestras debilidades, frustraciones, miedos, pero también capacidades, anhelos, devenires. No sé por qué me gusta tanto compartir los sueños, ¿a quién puede importarle? En fin…

El tiempo corre, el aire no. Experimento la extraña sensación que produce sobre la mente cualquier lugar en el que se divisen libros del otro lado, una alquimia de sentidos. Paso por Oliva Libros. Antes, justo antes, un local de ropa de esos que copian la igualdad. Echo un vistazo que igual no logra que le dé a la mente la orden de cruzar la puerta como sí el lugar de al lado (me pasa como con Homo Sapiens y Falabella, siempre termino el lado este de calle Sarmiento).

Busco un buen thriller, el mejor género sobre la tierra de la narración. Mantengo una pequeña charla con el comerciante que me dice triste pero sagazmente “no hay otro thriller mejor que El Psicoanalista”. Acabo de leerlo, ergo, estoy en ruinas. Es un pequeño local del centro pero quiero darle una oportunidad. No tiene nada de John Katzenbach (me conformo con un thriller menor, algo aunque sea de este estadounidense que le dedica sus libros a sus compañeros de pesca, ¡cómo no adorarlo desde la página 1!). Me recomienda algunos ejemplares de otros géneros remixados entre suspenso y policial negro (otro viejo amor). Me acerca a Fred Vargas, una francesa aclamada, adorada, alabada…y mencionada por la señora que entra a continuación. Me quedo unos minutos evaluando. También está la saga Millenium pero algo me dice que la ignore. Elijo por fin a Vargas (me llevo la esotérica "La tercera virgen") y a John Connoly ("Perfil asesino"). Voy a darles la misma oportunidad que le di a Oliva Books, sabiendo que la próxima me llevaré El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.

Me voy inmensamente feliz, no puede explicarse la sensación que se siente al adquirir libros. Es una conjunción de sentimientos y deseos. Es poner en una licuadora la felicidad, la ansiedad, la curiosidad, el deseo de permitirse pensar “¿podré afectar a alguien más podré afectar con esto?”. El licuado se suma obviamente a la búsqueda constante de buenas piezas de suspenso, de esas que escasean en el cine (para tristeza de muchos). Nunca supe a ciencia cierta a qué deseo, a qué necesidad de descubrir cosas y lados ocultos respondía toda esta locura suspensística. El psicoanálisis, los thrillers, el misterio, todo parte del mismo devenir.

La Siberia es el próximo destino. Digicom el protagonista. La primera clase del SIyP la excusa de encuentro (siempre ha sido eso en esencia, una excusa de encuentro que siempre afecta a más y más). Baricco y sus Bárbaros (el gran Alessandro da para tanto que hasta una historieta le dedicamos) el aula 2.0, las impresiones sobre el texto, “reunirnos a pensar”, el mate, las conversaciones, el SUM de Arquitectura. Debo salir corriendo, pero me voy entusiasmada.

Me tomo la K, siempre con el miedo de llegar tarde y el perseguidor fantasma de la escena de la falta de electricidad y la K varada. Como unas horas antes, “lo mismo” se hace presente en forma de fotogramas que se van repitiendo. Olores característicos y movimientos de vaivén. Me siento siempre en el mismo lugar, patetismo al por mayor. Enfrente, una señora perdida en su polo esquizo, a mi lado, una chica cuyo acento delata vilmente su nacionalidad paraguaya, habla por teléfono. Mi oído me pide secretamente que me levante, el tono penetrante e imposible de tolerar vuelve lo poco que queda de viaje un infierno de tonalidades fuertes. Del otro lado, a unos metros, otra chica llora desconsoladamente, también hibridada con el no-humano portátil. Me genera odio en vez de compasión. No sé si porque no logro entender qué pasa o por la repelencia que me genera el esfuerzo de la chica para llamar la atención de la mayor cantidad posible de pasajeros con el llanto que no se sabe si es por enojo, miedo, engaño, frustración, ¿demencia?

Entre Ríos está cerca, ya debo bajarme. Antes soy testigo de una escena que roza la ternura que tanto hace falta. Un chico lleva de su mano a un nene, no llego a distinguir si es el hermano o el hijo, pero qué más da, el chico le lleva la pequeña mochila a cuestas, una mano ocupada con la del nene y la otra con un ramo de claveles rojos. El nene es su propia miniatura, por lo que ambas teorías pueden ser ciertas. Me conmueve, quisiera abrazarlo pero debo contenerme. La falta de filtro discursiva a veces es viable, pero la corporal, casi nunca.

Al fin me bajo junto con la señora esquizo. Ya es hora. Afortunadamente debo permanecer poco tiempo en la Plaza Sarmiento, el lugar de Rosario que me empalaga tanto como un helado de dulce de leche bombón, el mismo lugar en el que literalmente todo es posible, el lugar que me atrevo a decir que nadie debe haber elegido como “su lugar en el mundo” o ganado el premio a “pulmón de la ciudad”.

Llega la Metro manejada por el odiado clon de Jorge Telerman, el hombre que despiadadamente se queda siempre con los diez centavos de los pasajeros, el mismo al que imaginaría sin dudarlo si practicara boxeo y tuviera que humanizar a la bolsa. Por primera vez me siento bien entre su desagradable presencia y su actitud de superación ante todo lo demás (la posta es que el staff de la Metropolitana es más clase B que una peli de Darío Argento), cuento las monedas y tengo exactamente noventa centavos, esta vez no podrá conmigo. Las cuento orgullosa una y otra vez. Telerman no podrá comprarse un café a costa (por lo menos) mío esta vez. ¡No!

Me subo. Tengo los libros pero elijo pensar. En todo lo que pasó, en los diálogos, en los protagonistas del día, en la vida tan incierta, en las oportunidades emergentes, en que todo parece estar perfectamente engranado. Cada pieza, aunque por momentos duela, parece haber sido puesta para hacernos movilizar, para enseñarnos a habitarnos y llegar en última instancia a conocernos. Algo. Quizás lo suficiente como para tener la esperanza de aportar a las nuevas generaciones. Quizás, para que ellas, como ha reflexionado alguna vez mi amado Woody, puedan entender más.


GGss (@eugess)