martes, 15 de febrero de 2011

La Balconada


El escenario: una playa de un balneario uruguayo. La Paloma, para ser más exactos. Una mañana de martes. Sol. Viento apenas soplando desde el norte.
La playa en cuestión fue bautizada hace tiempo por La Balconada, aunque la desdichada protagonista se dará cuenta del por qué de este nombre en los renglones siguientes.
Volvemos al viento norte. Sedoso, constante. El mar se ve afectado por el mismo tornándose un perfecto espejo de media mañana. El color: verde, verde azulado, verde perfume italiano, verde aguado, verde de foto hawaiana o de algún otro lugar del pacífico, verde como no ocurre mucho en este rincón del Atlántico. En realidad sí, ocurre.
La desdichada en cuestión está cerca de los treinta. No es uruguaya. No sabe bien qué quiere hacer. Sabe bien que le gusta mirar el mar. Llega e inmediatamente se siente atraída. Como en la historia que está leyendo, el mar llama, el mar quiere curar. Da unos pasos, se acerca. Las olas son labios que cantan, la espuma son notas musicales que la envuelven, le cantan al oído.
Sigue adelante, recuerda que en La balconada las olas rompen cerca de la orilla, son letalmente hermosas. Recuerda también, que siempre quiso esa playa no por ser considerada la más top, ni por ser habitada por los más jóvenes, soñadores de siempre, sino por el encanto de las olas gordas que rompen. Ahí nomás. Efímeras. Breves. Perfectas.
Ve que unos centímetros adelante no se ve más arena, hay algo, un escalón al más allá marino. Duda. Espera a que se aclare el agua tras la ola para divisar mejor el terreno. Da otro paso. Se acerca a un hombre calvo, le sigue literalmente los pasos. Se da cuenta que ahí nomás, cruzando ese pozo, está el banco de la felicidad. Se decide, da otro paso más. Llega al banco. Reflexiona en un segundo que a veces el hueco o agujero existencial no es tan profundo como uno cree.
Empieza a caminar. Ve sus propios pies bajo el agua salada, junto con arena mezclada con cadáveres de almejas. Las ondas vienen, las olas vienen. Las salta. De costado. Le da la espalda a una que la transporta. Vuelve al banco. Se sumerge un poco más. Es el paraíso. El agua tibia y el mar hasta el horizonte le transmiten un sentimiento que roza lo onírico. Mira otra vez al horizonte.
En poco segundos ocurrirá lo peor.
Vienen ondas. Todas pasan, siguen su rumbo. Salvo la última, la que corona el momento desgraciado y fóbico de la no uruguaya cuyo nombre quizás sea Lucía, o Virginia, o Malvina o Maldiva o simplemente Isla. Sí, se llama Isla. La onda se acerca. La mente de Isla se ve inundada por todas las frases que recuerda sobre el hacer en un momento como el que en segundos o menos se aproxima, se avecina, se viene encima! Taparse la nariz y meterse en el agua, agacharse, tirarse abajo, como de cabeza. Tres acciones que fue juntando en su trastornado imaginario.

Pero el deber ser y hacer no pesa nunca tanto como los malos recuerdos. Isla recuerda una vez en que no pudo con el momento, en realidad en dos veces. Una en Miramar, del otro lado del Rio, otra acá nomás, quizás un kilómetro al norte, en la playa La Aguada. Dos veces en que no pudo, en que el demonio mental tomó forma. Dos veces en que por unos segundos sintió la muerte bajo el agua y juró no volver a pasar por eso.
Pero el ser humano parece vivir de la reiteración. Ya es tarde para todo, para el “no” sobretodo. Y ahí viene, la ola. Inmensa, magistral, soberbia, llevándose todo por delante, sin avisar cuando caerá. Es tan astuta que puede controlar cada movimiento. No Isla, la Ola.
Y por fin sucede. La ola cae, debe hacerlo para volver al mar y seguir viviendo, pero Isla se lo toma personal. La ola la elige de blanco, cae milimétricamente sobre ella. Isla se paraliza. No llega siquiera a razonar. No por falta de tiempo sino de neuronas libres de pánico dispuestas a trabajar en ese reflejo. La ola camina sobre toda ella. Y el mundo de Isla se vuelve blanco y salado.
Presa de la incapacidad total, total, Isla se deja partir en mil pedazos. Da vueltas, gira, rueda. Abre los ojos inconscientemente. Esto es lo que se siente al morir, alcanza a pensar una parte de su mente.
Pero no. No muere. Llega a la orilla, arrastrada como una botella. Tristemente arrastrada, miserablemente llevada, devuelta. "La ola viene enojada", le dice una señora uruguaya (que un minuto después le explica a la aturdida Isla que La Balconada es un balcón marino). Isla sólo puede pensar que el mar la llamó pero la devolvió. Las olas no quieren gente así en sus entrañas.
Isla está gravemente confundida, el canto del mar se transforma en grito. Se siente recién salida de un lavarropas. El agua salada y la arena entraron por todos los rincones posibles de su cuerpo. Su traje de baño en cualquier parte comprueba el hecho de que al mar no sabe nada de modas. Sólo conoce su propio ritmo. Lo impuesto le resbala por los poros de sus profundidades, las mismas por las que navegará de ahora en más, hasta conocer otro destino, su lente de contacto derecho.
Isla se queda largo rato parada en la orilla. A pesar de sentirse mal, inútil, no puede dejar de admirar el movimiento perfecto del mar. Las olas y el color producto del sol reflejado en el agua. El mar genera todos los tipos de sentimientos, como le ocurre a los personajes que llegan a la posada Almayer, esos que narra Baricco.
El mar es realmente y de alguna forma: curativo…
Porque toca de tantas maneras que es imposible no salir renovado del agua. Distinto, nuevo, pensante. Isla se siente triste. Si se le cayera alguna lágrima seguro se confundiría con el mar. Las olas y las situaciones de la vida son casi lo mismo, hay que saber pararse pero no siempre se puede. Cuesta. Es un desafío inmenso.
Aunque alegre por contemplar semejante paisaje, Isla no puede dejar de sentirse triste.
Lo grandioso es que esa tristeza no la desgarra. La alegra. Es tan productiva que le anima a escribir.
El poder del mar…
GGss (@eugess)

martes, 1 de febrero de 2011

Viajes por el Scriptorium

Un hombre despierta y de repente se da cuenta que está solo. Sentado en una habitación, rodeado de objetos que tienen pegada una etiqueta con su respectivo nombre. El hombre no recuerda. No sabe quién es o fue ni qué hace en ese lugar. No sabe si está en una casa, edificio, hospital, cárcel, más allá….

En la habitación hay una ventana pero no se puede ver el exterior. El hombre está consumado a su propio aquí y ahora. La única certeza que tiene es que se siente muy culpable. La culpa es quizás su infierno. Un grupo de personas irán apareciendo, una a una, y él irá anotando sus nombres en un cuaderno, porque cada tanto lo olvida todo.

También será visitado por otro grupo que desfilará sin cesar por su mente, uno a uno y todos a la vez, como objetos en cadena de montaje, incansables. Él sabe que conoce a estos personajes, que guarda con ellos una íntima relación, que son producto de algún hacer. Ellos lo acechan, de tal manera que el hombre teme cerrar sus ojos.

Él es Mister Blank, y sólo sabemos que viste un pijama a rayas azul y amarillo y es viejo, del tipo de persona vieja entre los sesenta y los ochenta años. Le cuesta moverse pero no así pensar, darle rienda suelta a las historias que se tejen en su mente. Mientras se hace todas las preguntas posibles, como por ejemplo si la puerta se cierra desde fuera de la habitación o no, o si realmente hay un armario, empieza a leer un manuscrito que está en el escritorio frente a la cama, al lado de una pila de fotos viejas. El manuscrito es el informe del misterioso Graf y su casi trágica vivencia en alguna época de la historia de un Estados Unidos distinto.

No he leído aún muchos libros de Paul Auster, pero lo que he leído me alcanza para recomendarlo y empezar a conocer un poco su mundo. Cuando dije que había que empezar por, por ejemplo, La noche de lo oráculo como me habían recomendado, no me equivocaba. Es un libro elemental que hay que leer antes que este. Hay muchos guiños y aparece nuevamente, aunque no elemental en la diégesis, el escritor John Trause.

Pero Trause no es más que un mínimo elemento en la serie de obsesiones que pueblan los textos de Auster: el sentimiento culpa, la desolación, la transformación en la que nos envuelve la cotidianeidad, la figura del padre protector encarnada en un amigo del protagonista, la mujer como ser supremo, las erecciones y los sentimientos que en ese instante acarrea, las calles de Brooklyn, el paso de las estaciones, la duda, y por sobre todas las cosas, el acto de escribir.

Escribir es acaso el remedio en el que se sumergen los personajes, su forma de comprender y comprenderse. El relato va enredándose en muchas historias dentro de una, enalteciendo el mismísimo placer de contarlas, y en este libro en particular, son portadoras del deseo del escritor de meterse en su propia mente, logrando, como dijo el periodista Javier Aparicio Maydeu: “una enigmática y magnífica alegoría de la creación”.

Al fin y al cabo, el hilo conductor de las historias austerianas son las palabras, el poder que tienen, la manera de afectar. En La noche del oráculo se pregunta si son tan poderosas como para predecir lo que pasará, en Viajes por el Scriptorioum, si pueden ser capaces de producir tanto miedo.

Mister Blank (blank es el espacio en blanco que debe ser llenado, “fill in the blank”), son todos quienes transitan el camino de la escritura, acompañados por todos esos personajes que el viejo fue anotando en el cuaderno.

¿Acaso la vida no es más que una historia que puede ser narrada mil veces y de mil maneras?


GGss (@eugess)