viernes, 1 de abril de 2011

Un jueves de marzo

Había sido una mañana más. Había visto cómo amanecía (beneficios de vivir literalmente frente al verde total, con las torres Dolphin y demás condominios en el horizonte a unos veinte kilómetros, o sea grandes como la yema del dedo). El sol sí que se había puesto tímido, indeciso, le costaba subir, amenazado por la niebla que a la vez lo vestía de fiesta, de un anaranjado imposible de conseguir en ninguna paleta. Por fin se había incorporado a la mañana, y yo a la rutina.

La ciudad esperaba con los brazos abiertos, brazos que cada vez odio más transitar, brazos encerrados con un aire que insistía en hacerse notar, tan celoso como la cotidianeidad que aparece a cada segundo y tan tedioso como las nubes que algodonadísimas parecen controlar toda la situación desde algún punto del cielo, que aunque parece estar ahí nomás, engaña.

Camino, esquivo personas, bajo el cordón, vuelvo a subir, vuelvo a mirar los mismos edificios de cada semana, trato de descifrarlos. El calor se sigue colando en forma de gotas reiterando la única reflexión que puede surgir de ese hecho: somos agua pura. Empiezo a pensar en los sueños, sueños que a veces anoto, los más complejos, los más intrincados y laberínticamente imposibles de recordar. Ahí surge con potencia la fuerza fellinesca, “nuestros sueños son nuestra única vida real”, son nuestra materia prima. En ellos vivimos, con ellos convivimos, de ellos sacamos el elixir que compone el arte con el que respiramos.

Un adolescente sin manos ni piernas, Leonardo Di Caprio sirviéndome café en una botella de agua mineral y felicitándome por cuidar el medio ambiente, una película con varios personajes del cine (y la facultad de Comunicación) en la que se mezclan una laguna con cocodrilos de algún lugar de Florida, el mar furioso del estado de New York o Massachussets y un estanque congelado, en la que soy protagonista pero no me doy cuenta hasta el final (en el que en Toronto me fundo en un abrazo con Tom Hardy vestido de motoquero, con una campera de cuero azul francia), la segunda guerra mundial desde una lado femenino, una depiladora a domicilio a la que se hace tarde y una moza de un bar a la que reto muy agresivamente por no haber retirado las milanesas del plato (las cuales entonces procedo a robarme), son apenas los que recuerdo y apenas me animo a contar. Tierras aptas para navegar sin culpas, que nos ayudan a conocernos mejor, a profundizar nuestras debilidades, frustraciones, miedos, pero también capacidades, anhelos, devenires. No sé por qué me gusta tanto compartir los sueños, ¿a quién puede importarle? En fin…

El tiempo corre, el aire no. Experimento la extraña sensación que produce sobre la mente cualquier lugar en el que se divisen libros del otro lado, una alquimia de sentidos. Paso por Oliva Libros. Antes, justo antes, un local de ropa de esos que copian la igualdad. Echo un vistazo que igual no logra que le dé a la mente la orden de cruzar la puerta como sí el lugar de al lado (me pasa como con Homo Sapiens y Falabella, siempre termino el lado este de calle Sarmiento).

Busco un buen thriller, el mejor género sobre la tierra de la narración. Mantengo una pequeña charla con el comerciante que me dice triste pero sagazmente “no hay otro thriller mejor que El Psicoanalista”. Acabo de leerlo, ergo, estoy en ruinas. Es un pequeño local del centro pero quiero darle una oportunidad. No tiene nada de John Katzenbach (me conformo con un thriller menor, algo aunque sea de este estadounidense que le dedica sus libros a sus compañeros de pesca, ¡cómo no adorarlo desde la página 1!). Me recomienda algunos ejemplares de otros géneros remixados entre suspenso y policial negro (otro viejo amor). Me acerca a Fred Vargas, una francesa aclamada, adorada, alabada…y mencionada por la señora que entra a continuación. Me quedo unos minutos evaluando. También está la saga Millenium pero algo me dice que la ignore. Elijo por fin a Vargas (me llevo la esotérica "La tercera virgen") y a John Connoly ("Perfil asesino"). Voy a darles la misma oportunidad que le di a Oliva Books, sabiendo que la próxima me llevaré El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.

Me voy inmensamente feliz, no puede explicarse la sensación que se siente al adquirir libros. Es una conjunción de sentimientos y deseos. Es poner en una licuadora la felicidad, la ansiedad, la curiosidad, el deseo de permitirse pensar “¿podré afectar a alguien más podré afectar con esto?”. El licuado se suma obviamente a la búsqueda constante de buenas piezas de suspenso, de esas que escasean en el cine (para tristeza de muchos). Nunca supe a ciencia cierta a qué deseo, a qué necesidad de descubrir cosas y lados ocultos respondía toda esta locura suspensística. El psicoanálisis, los thrillers, el misterio, todo parte del mismo devenir.

La Siberia es el próximo destino. Digicom el protagonista. La primera clase del SIyP la excusa de encuentro (siempre ha sido eso en esencia, una excusa de encuentro que siempre afecta a más y más). Baricco y sus Bárbaros (el gran Alessandro da para tanto que hasta una historieta le dedicamos) el aula 2.0, las impresiones sobre el texto, “reunirnos a pensar”, el mate, las conversaciones, el SUM de Arquitectura. Debo salir corriendo, pero me voy entusiasmada.

Me tomo la K, siempre con el miedo de llegar tarde y el perseguidor fantasma de la escena de la falta de electricidad y la K varada. Como unas horas antes, “lo mismo” se hace presente en forma de fotogramas que se van repitiendo. Olores característicos y movimientos de vaivén. Me siento siempre en el mismo lugar, patetismo al por mayor. Enfrente, una señora perdida en su polo esquizo, a mi lado, una chica cuyo acento delata vilmente su nacionalidad paraguaya, habla por teléfono. Mi oído me pide secretamente que me levante, el tono penetrante e imposible de tolerar vuelve lo poco que queda de viaje un infierno de tonalidades fuertes. Del otro lado, a unos metros, otra chica llora desconsoladamente, también hibridada con el no-humano portátil. Me genera odio en vez de compasión. No sé si porque no logro entender qué pasa o por la repelencia que me genera el esfuerzo de la chica para llamar la atención de la mayor cantidad posible de pasajeros con el llanto que no se sabe si es por enojo, miedo, engaño, frustración, ¿demencia?

Entre Ríos está cerca, ya debo bajarme. Antes soy testigo de una escena que roza la ternura que tanto hace falta. Un chico lleva de su mano a un nene, no llego a distinguir si es el hermano o el hijo, pero qué más da, el chico le lleva la pequeña mochila a cuestas, una mano ocupada con la del nene y la otra con un ramo de claveles rojos. El nene es su propia miniatura, por lo que ambas teorías pueden ser ciertas. Me conmueve, quisiera abrazarlo pero debo contenerme. La falta de filtro discursiva a veces es viable, pero la corporal, casi nunca.

Al fin me bajo junto con la señora esquizo. Ya es hora. Afortunadamente debo permanecer poco tiempo en la Plaza Sarmiento, el lugar de Rosario que me empalaga tanto como un helado de dulce de leche bombón, el mismo lugar en el que literalmente todo es posible, el lugar que me atrevo a decir que nadie debe haber elegido como “su lugar en el mundo” o ganado el premio a “pulmón de la ciudad”.

Llega la Metro manejada por el odiado clon de Jorge Telerman, el hombre que despiadadamente se queda siempre con los diez centavos de los pasajeros, el mismo al que imaginaría sin dudarlo si practicara boxeo y tuviera que humanizar a la bolsa. Por primera vez me siento bien entre su desagradable presencia y su actitud de superación ante todo lo demás (la posta es que el staff de la Metropolitana es más clase B que una peli de Darío Argento), cuento las monedas y tengo exactamente noventa centavos, esta vez no podrá conmigo. Las cuento orgullosa una y otra vez. Telerman no podrá comprarse un café a costa (por lo menos) mío esta vez. ¡No!

Me subo. Tengo los libros pero elijo pensar. En todo lo que pasó, en los diálogos, en los protagonistas del día, en la vida tan incierta, en las oportunidades emergentes, en que todo parece estar perfectamente engranado. Cada pieza, aunque por momentos duela, parece haber sido puesta para hacernos movilizar, para enseñarnos a habitarnos y llegar en última instancia a conocernos. Algo. Quizás lo suficiente como para tener la esperanza de aportar a las nuevas generaciones. Quizás, para que ellas, como ha reflexionado alguna vez mi amado Woody, puedan entender más.


GGss (@eugess)

1 comentario:

Alesandro Luya dijo...

¡Cuántas historias juntas! Resalto esa sensación de plenitud al hacer algo placentero, ecxcepto que puedo decir que me ocurre sin tener que pagar por ello ( y con esto no quiero tratarte de prostituyente de libros). Creo que odio al ex jefe de gobierno Porteño.
Alesandro Luya